sábado, 5 de mayo de 2012

Charles Ives: Ensayos para una Sonata

Fragmentos de: Ensayos para una Sonata - Charles Ives [español]
Completo original - Essays Before a Sonata:
http://pabloziffer.com.ar/imagesartics/datas_charlesives_archivos/datas_essayssonata.htm


HAWTHORNE:

El ser profundo de Hawthorne está tan saturado de lo sobrenatural, lo fantasmagórico,
lo místico; tan sobrecargado de aventuras, desde lo pintoresco más profundo hasta lo fantástico ilusorio, que inconscientemente se lo considera un poeta de mayor vuelo imaginativo que Emerson o Thoreau. Quizá no fuera un poeta superior a ellos, pero sí un artista de mayor talla. No solo el carácter de su contenido, sino el cuidado de su forma sitúa su obra, en contraste con la de aquéllos, en una especie de bajo relieve. Al igual que Poe, llega al lector, en forma natural e inconsciente, por encima de su tema. Su mesmerismo trata de mesmerizarnos a nosotros: más allá de la hermana de Zenobia. Pero es un artista de excesiva talla para mostrarse "conquistando a su auditorio" como suelen hacerla Poe y Tchaikowski. Su vigor intelectual es demasiado grande para dejarse influir excesivamente, como parece que ocurre con Ravel y Stravinsky, por lo mórbidamente fascinante (especie de falsa belleza que se obtiene por medio de la monotonía artística). Sin embargo, no podemos dejar de sentir que nos envolverá en su magia, como lo harían los hermanos Grimm y Esopo. Nos sentimos bajo un hechizo similar al del "Sapo Encantado". Es parte de la tarea del artista, obra de su esfuerzo artístico creativo inicial. El contenido de la obra de Emerson, e incluso su forma, tiene muy poco de efecto preestablecido; hace sonar fragorosos truenos o delicadas zampoñas, sin la menor distinción. Nos pueden derribar o limitarse a salpicamos: a él le importa muy poco. Pero Hawthorne es más considerado; es decir, más artístico (como suele decirse).
Tal vez en Hawthorne se note más el indigenismo, o que tenga más color local, o acaso más color nacional, que  sus contemporáneos de Concord. Pero la obra de cualquiera que esté más interesado en la psicología que en la filosofía trascendental, habrá de realizarse en torno a los individuos y sus personalidades. Si una persona vive en Salem con probabilidad su labor estará saturada de los acantilados y de las brujas de Salem. Si esa misma persona vive en Old Manse, cerca del Puente de la Batalla de Concord, es probable "que en un día de lluvia se retire al altillo", cuyos secretos lo intrigan, "pero respetará demasiado su polvo y sus telarañas para quitados de allí". Tal vez se "incline ante la arrugada tela de un anciano ministro (puritano) con capa y peluca" -el de la parroquia hace cien años-, un amigo de Whitefield.  Puede ocurrir que caiga bajo el hechizo de ese respetado fantasma que visita el Manse. Y mientras llueve y cae la noche y la oscuridad del cielo se cuela por las sucias ventanas del altillo, quizá "medite con admiración y hondura acerca de la humillante realidad de que las obras del intelecto humano se echan a perder no menos que las de sus manos..., que también el pensamiento se enmohece”, y como el altillo está en Massachusetts,  el “pensamiento” y el “moho” pueden llegar a ser muy locales. Cuando esa misma persona vuelca su poesía no en ensayos sino en novelas, es muy probable que tenga mucho más que decir acerca de de la vida que lo rodea – del misterio heredado del pueblo- de lo que podría decir un poeta acerca de la filosofía.

En el ambiente donde vivía Hawthorne, la atmósfera estaba cargada de los oscuros errores y el romanticismo de la Nueva Inglaterra del siglo XVIII: la Nueva Inglaterra ascética o noble, según los gustos. Necesariamente, una novela fija su interés artístico en alguno, o en varios, lugares de la superficie de la tierra; el carro del artista no siempre puede estar atado a una estrella. Decir que Hawthorne se interesaba más profundamente que algunos de los escritores de Concord -Emerson, por ejemplo- en el idealismo propio de su tierra natal (en la medida en que puede concebirse ese idealismo de un país como algo desvinculado de lo político) sería tan poco razonable como decir que se preocupaba más por el progreso social que Thoreau, porque pertenecía al servicio consular y Thoreau no estaba al servicio de nadie; o que el gobernador de Massachusetts en tiempos de guerra era más patriota que Lendel Phillips , quien se sentía avergonzado de todos los partidos políticos. El arte de Hawthorne era verdadera y típicamente norteamericano, como el de todos los (que viven en los Estados Unidos) que creen en la libertad de pensamiento y llevan vidas sanas para atestiguado -cualquiera que sea el medio que utilicen para manifestado-.
Cualquier concepción totalizadora de Hawthorne, sea en palabras o en música, tiene que adoptar como tema fundamental algo que esté relacionado con la influencia del pecado sobre la conciencia; algo más que la conciencia puritana, pero que está saturado de ella. A este propósito, le gustará emplear lo que Halita denomina el "poder moral de la imaginación". Hawthorne procuraría purificar la conciencia culpable. Cantaría sobre la continuidad de la culpa, la herencia de la culpa, la sombra de la culpa que se proyecta sobre la posteridad inocente. Todos sus pecados y morbosidades, sus espectros, sus fantasmas y hasta su desesperanza diabólica, aparecen en sus páginas; y entre líneas danzan los duendes menos culpables de los álamos de Concord, que Thoreau y el viejo Alcott tal vez conocieron, pero no con la misma intimidad que Hawthorne. En éste suele haber una cierta melancolía -como dice Faguet  a propósito de Musset  -"sin formas definidas, sin ruido, pero penetrante". A veces se siente el misticismo y la serenidad del océano, que Jules Michelet  ve en su horizonte más bien que en sus a guaso Hay una sensibilidad especial para percibir ondas de sonidos sobrenaturales. Hawthorne siente los misterios y trata de pintarlos en vez de explicarlos, y en eso dicen algunos que es más sabio, más práctico, y, por consiguiente, más artístico que Emerson. Quizá 10 sea, pero no es superior en los niveles y en los misterios más profundos de los mundos interrelacionados de la vida humana y espiritual.

En nuestra música (el segundo movimiento de la serie) no consideramos esta parte fundamental de Hawthorne; ella no es más que un "fragmento ampliado" que trata de sugerir algunas de sus aventuras más extravagantes  y fantásticas en los reinos fantasmagóricos, semi-infantiles v semi-mágicos. Tal vez se relacione con el entusiasmo propio de los niños aquella "mañana helada de Berkshire, y las imágenes dejadas en la ventana encantada de la sala"; o con "Plumita", el espantapájaros, y su "Espejo" y "los pequeños demonios que bailan alrededor de su pipa"; o con el antiguo himno que visita la iglesia y solo canta para quienes están en su interior como protección contra los ruidos seculares, como cuando la comparsa del circo baja por la calle principal; o con el concierto en la reunión del campamento Stamford, o el “Ejército del esclavo”; o con el ninfo de Concord, o "Los siete vagabundos", o “el palacio de Circe”, o alguna otra historia del Libro de las maravillas, no algo que ocurre, sino la forma en que lo hace; o con “el tren celestial” o  el "jardín de Febe" , o algo personal, que trata súbitamente de ser "nacional" a la hora del crepúsculo, y universal, también súbitamente, a medianoche; o algo sobre fantasma de un hombre que nunca vivió, o que jamás acaecerá, u otra cosa que no existe.


"LOS ALCOTT”

Si el dictáfono hubiese estado perfeccionado en la época de Bronson  AIcolt, quizás hoy fuera un gran escritor. Tal como ocurrieron las cosas, nos llega como el mayor charlatán de Concord. "Gran esperanzado", dice Thoreau; ''excelente persona, afirma Sam Staples,  "muy locuaz... pero sus hijas eran buenas chicas -siempre andaban haciendo algo -. Sin embargo, por lo común, Papá Alcott siempre "andaba haciendo algo" por dentro. Una grandilocuencia interna lo convertía en melodioso por fuera; contemplativo, desbordante, incontenible, cautivado por la filosofía como tal; para él era ésta una especie de ocupación trascendental, cuyos beneficios sustentaban su hombre interior más que a su familia. Al parecer su interés profundo por la física espiritual, más bien que por la metafísica, otorgaba a su voz una especie de tonalidad hipnótica, musical, cuando recitaba sus oráculos: extraña mezcla de pomposa autosuficiencia interior y grave benevolencia por fuera. Pero era sincero y bien intencionado en su afán por difundir todo cuanto pudiese de la mejor influencia del mundo filos6fico tal como él lo veía. De hecho, hay una marcada intenci6n didáctica tanto en el padre como en la hija. Louise May casi nunca dejaba pasar la oportunidad de-repetir la moraleja de una virtud doméstica. Para ellos el poder de la repetición era una forma natural de ejemplificar. Se cuenta que, cuando enseñaba en una escuela, el anciano Alcott solía castigarse a sí mismo cuando sus alumnos se portaban mal, para demostrar que el Maestro Divino -Dios- sufría cuando sus hijos de la tierra eran malos. Muy a menudo se castigaba al niño que estaba junto al alumno travieso, a fin de mostrar que el pecado también compromete a los inocentes. Y a la señorita Alcott le gustaba redactar sus cuentos de manera que pudieran inculcar mejor un precepto moral. Y a veces la moraleja superaba al cuento. Pero junto con todas las cualidades vehementes, impracticables v visionarias del anciano Alcott, también aparece una cierta valentía y fuerza. Al menos nos gusta creer que es así. Un muchacho yanqui que estaba dispuesto a viajar con la mayor despreocupación, en tiempos en que las distancias eran largas y no había automóviles, hasta las Carolinas, ganándose la vida como vendedor ambulante, dispuesto a soltar a cada paso la valija para enseñar en una escuela cuando se le presentaba la oportunidad, tenía que poseer un gran vigor. Parece que esto no resultó evidente cuando se dedicó a predicar su idealismo. Hay un incidente en la vida de Alcott que confirma en parte la teoría -no muy popular- de que los hombres que están acostumbrados a divagar por lo desconocido visionario son los más rápidos y fuertes cuando la ocasión requiere poner en práctica las virtudes menores. Suele ocurrir que una mente contemplativa es más capaz de acción que otra activamente objetiva. El doctor Emerson dice: “Se cuenta que cuando el reverendo Thomas Wentworth Higginson -más adelante coronel del ejército del Norte-, que encabezó la partida en las tribunales de Boston para rescatar a un esclavo fugitivo, se dio vuelta al llegar a la puerta de la sala del tribunal para ver quiénes lo seguían, el único que estaba presente era Alcott, el idealista benigno, el filosofo apostólico, bastón mano". De manera que parece que su idealismo poseía algunas virtudes prácticas, aunque no pudiera vivir de él.
La hija no acepta al padre como prototipo – parece poseer pocas de de las virtudes del padre "como mujer”-. Apoya la institución familiar, y al mismo tiempo enriqueció las vidas de gran parte de la juventud de los Estados Unidos, iniciando muchas mentes infantiles y adolescentes en pensamientos sanos  y a gran cantidad de corazones juveniles en sentimientos puros. Deja imágenes en forma de recuerdos y palabras de una infancia feliz en Nueva Inglaterra; imágenes a las que vuelven con nostalgia los niños de edad madura y que contienen un sentimiento, un fermento, que la madurez de los Estados Unidos necesita en estos momentos más de lo que quiere reconocer.
La misma ciudad de Concord nos recuerda aquella virtud común que brilla en la cúspide y palpita en la raíz de todas las divinidades de Concord. Camina solo por la amplia avenida arbolada, deja atrás la casa blanca de Emerson -guardián ascético de una belleza profética de tiempos idos-, y llega bajo los viejos olmos que dan sombra a la casa de los Alcott. Parece erguirse como una especie de testigo doméstico, pero hermoso, de la virtud común de Concord; parece tener conciencia de que su pasado está vivo, de que los "helechos del viejo Manse" y los nogales de Walden no están muy lejanos. Aquí está el hogar de los "March"  -lleno de los sufrimientos y las alegrías de aquella familia y, contando con sencillez, la historia de la "riqueza de no poseer nada"-. Dentro de la casa, en cada rincón, palpitan los recuerdos de lo que puede hacer la imaginación cuando se propone entretener a niños afortunados que tienen que arreglárselas solos: lecciones que se necesitan mucho en estos días de entretenimiento automático, pre-fabricado, fácil, que adormece en vez de estimular la imaginación creadora. Y ahí está el antiguo piano espineta que Sophia Thoreau regaló a los hijos de Alcott y en el cual Beth tocaba viejas baladas escocesas y simulaba  interpretar la Quinta sinfonía.
Orchard House está envuelta en belleza sencilla -una especie de vigor espiritual bajo su pintoresquismo innegable, una especie de tría da común propia de un hogar de Nueva Inglaterra, cuyos sobretonos nos dicen que tuvo que haber habido algún elemento estético entretejido con la severidad puritana -el elemento de auto sacrificio contenido en el ideal-, un valor que parece estimular un sentimiento profundo, una fuerte sensación de que se está más cerca de alguna verdad perfecta que una catedral gótica o una antigua ciudad etrusca.6 Bajo el cielo de Concord, flota todavía por doquier lo influencia de aquella melodía de fe humana -lo suficientemente trascendental para el entusiasta o sentimental o el cínico, respectivamente-, que refleja una esperanza innata, un interés común en cosas y hombres comunes; una melodía que los bardos de Concord entonan siempre mientras se internan en las inmensidades con una sublimidad propia de Beethoven y, podríamos afirmar, con la misma vehemencia y constancia, porque ese elemento de la grandeza no es tan difícil de imitar.
No nos animamos a seguir los raptos filosóficos de Bronson Alcott, sin estar dispuestos a suponer que sus apoteosis demostrarán cuán "práctica" sería en el futuro su visión de este mundo. No trataremos, pues, de conciliar el esbozo musical de los Alcott con algo que no sea el recuerdo de aquel lugar bajo los olmos, las canciones escocesas y los himnos religiosos de la familia que se entonaban al anochecer de cada día, aunque puede haber un intento de percibir algo de aquel sentimiento común (que hemos tratado de sugerir anteriormente) -el poder de una esperanza que jamás cede el paso a la desesperación-, una fe en el poder del alma común que, cuando todo se haya dicho y hecho, puede resultar tan característica como cualquier otro tema de Concord y sus trascendentalistas.


THOREAU

Thoreau fue un gran músico, no porque tocara la flauta, sino porque no tuvo que ir a Boston a escuchar "la Sinfonía". Si no existiera nada más, el ritmo de su prosa determinaría su mérito como compositor. Tenía una conciencia divina del entusiasmo de la naturaleza, la emoción de sus ritmos y la armonía de su soledad. En aquella conciencia cantaba sobre la sumisión a la naturaleza, la religión de la contemplación y la libertad de lo simple: filosofía que distinguía entre la complejidad de la naturaleza, que proclama la libertad, y la complejidad del materialismo, que predica la esclavitud. En música, en poesía y en cualquier forma de arte, la verdad como cada cual la ve tiene que darse en términos que guarden alguna proporción con la inspiración. En sus momentos sublimes, la inspiración tanto de Thoreau como de Beethoven expresan una verdad diáfana y un sentimiento profundo. Pero su pasión íntima, su tortura y su fuerza, afectaban a Beethoven de manera tal, que jamás pudo hacer más que mostrados, mientras que Thoreau podía exponerlos con facilidad. Ambos estaban igualmente imbuidos, pero los resultados eran diferentes. La diferencia de temperamento, a una con la diferencia en la calidad de expresión entre las dos artes, influía mucho en ello. "¿Quién que haya escuchado una partitura no temerá hablar ya siempre con extravagancia?", se pregunta Thoreau. Quizá la música sea el arte de hablar con extravagancia.


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